
Roma, 27 de enero de 2023
Querida Familia Teresiana:
Un año más tenemos la alegría de recordar y festejar el paso definitivo a la verdadera Vida tan anhelada por San Enrique de Ossó. ¡Nos felicitamos y agradecemos a Dios su gran regalo que hoy se extiende por tantos países de América, de África y Europa!
Seguramente será la última vez que me dirija a todos ustedes como Coordinadora general en este día, 27 de enero. Y será también la última vez que se celebre esta fiesta en nuestra Casa general de Roma. Como ya saben, en el último Capítulo general, se tomó la decisión de venderla y posteriormente se decidió trasladar la sede del Gobierno general a Zaragoza (España).
Y por eso he querido que mis letras hoy recuerden algo de lo que la Ciudad eterna ofreció al Solitario en sus estancias estivales, los sentimientos que despertaban en él los paseos por esta ciudad o los rincones preferidos, como el famoso Coliseo, donde buscaba el silencio, la quietud, y la inspiración como él mismo nos cuenta:
“Les tardes en el Coliseo son molt devotes. ¡Al ponerse el sol, los rayos y ruido! Quietísimas! Qué soledat…”[1]… “Más cosas os diría de las fiestas y sermones, sobre todo de las visitas por la tarde, a la caída del sol, al Coliseo, donde voy haciendo, algún rato del día que puedo, los Apuntes de Pedagogía racional y cristiana para las Hermanas maestras, … Confío saldrá una cosa bonita; yo estoy satisfecho, porque han de ser de algún provecho para las almas. Así como allí la tierra hierve con la sangre que fue germen de otros, así estas páginas, caldeadas con el fuego del espíritu cristiano, harán una generación de mártires del deber, o tal vez de la sangre, por Jesucristo. Ya envié algunas páginas. Ahora tengo muchas más.”[2]
¡Cuántas veces Enrique de Ossó recorrería sus calles, contemplaría sus edificios, la historia impresa en el arte, la huella que deja el paso del tiempo y las civilizaciones! ¡Cuántos ratos pasaría extasiado ante la obra de Bernini, esa imagen de Teresa de Jesús y el ángel con su flecha apuntando al corazón de la santa!, que visitaría en la iglesia de Santa María de la Victoria.
Quietud, belleza, silencio, el recuerdo de aquellos primeros mártires, … Y cómo no, contemplación y unión con Jesús en un tiempo de fuerte dolor y decepción por el rumbo que llevaban los acontecimientos del pleito, los difíciles diálogos o las interminables gestiones en el Vaticano, las noticias que le desconcertaban y le hacían sentirse indefenso en su lucha por encontrar la verdad y la justicia en el corazón mismo de la Iglesia.
Y con esta mezcla de sentimientos y estados de ánimo, nos lo imaginamos, en aquellas tardes de agosto en Roma, escribiendo, entre otras obras, Un mes en la escuela del Corazón de Jesús, donde deja su convicción y su experiencia más íntima: la centralidad de Jesucristo en la vida de un cristiano, de un teresiano/a:
[...] A hacer conocer, pues, más y más Jesucristo, en lo que consiste la vida eterna, nuestra única felicidad en el tiempo y en la eternidad, se dirige este librito. A mostrarnos su vida real, práctica, imitable; a enseñarnos y movernos a hacerlo todo por Jesús y con Jesús, se ordena nuestro humilde trabajo…[3]
Es en ese mismo librito también donde nos deja conocer sus sentimientos más profundos, los más tiernos afectos que siente su corazón enamorado, como el de Teresa. Enrique ya no sólo ofrece una doctrina, sino que nos introduce en su modo de hablar con Dios en la situación vital que le está hiriendo en el alma:
¡Cuánto me gozo, Jesús mío de mi corazón, al recordar que eres para mí Pontífice y Abogado Padre y Protector desde este hermoso cielo y desde el Sagrario!... ¿Qué sé yo lo que me conviene, Señor? … pero sé que Tú me amas, Corazón de Jesús mío, … Por lo mismo, descansaré en tu providencia y amor, no queriendo violentar las trazas admirables de tu providencia paternal, sino tan sólo conocerlas para adorarlas, amarlas y seguirlas dócilmente, exactamente. No quiero adelantar el reloj de tu providencia adorable, sino mirarlo y observarlo para hacer en cada hora lo que Tú me señales, pues esto será lo mejor para mi alma y para mi gloria, porque sé que me amas y todo lo ordenas para mi bien. Haga yo, pues, siempre tu voluntad soberana así en la tierra como en el cielo, y haz de mí lo que quisieres, porque está todo mi bien en contentaros. Amén.[4]
Cada lugar y cada rincón de Roma, de Cataluña, de Castilla y de muchos otros lugares de la geografía de España han sido testigos de este camino del solitario, del escritor, del padre, del sacerdote, del hombre, del amigo… y en cada uno podemos encontrar las huellas y la herencia que nos ha dejado. No son piedras ni propiedades, no son grandes obras literarias ni discursos. Su regalo más grande, el que hoy celebro con todos vosotros, es su vida de discípulo que se siente profundamente amado por Dios en lo bueno y en lo malo, en los momentos de gloria y en la adversidad, en su pasado y en su presente.
Este es nuestro origen y ésta fue la fuerza que ha hecho nacer una Familia con vocación de universalidad y de itinerancia en las rutas del Espíritu. ¡Somos conducidos/as por el Espíritu de Dios a la tierra que Él nos lleve, a las gentes que Él nos ponga en el camino y en las circunstancias que nos toca vivir!
Que el Dios Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu, nos ayude a escuchar el corazón de cada persona y de cada pueblo, para redescubrirnos hermanos y hermanas de todos, y vencer con amor, verdad y justicia la hostilidad que nos divide en el mundo.
Desde nuestra Casa general en Roma abrazo a toda la Familia Teresiana del mundo y expreso mi reconocimiento y gratitud a todas las hermanas, provincias y bienhechores que en otro tiempo colaboraron en la construcción y acondicionamiento de esta casa.
[1] Carta del 21 de septiembre de 1894 a la Hna. Rosario Elíes
[2] Carta del 18 de agosto de 1894 a la H. Rosario Elíes, superiora general y a su consejo
[3] Prólogo a Un mes en la escuela del Sagrado Corazón de Jesús.
[4] Un mes en la escuela del Sagrado Corazón de Jesús, día trigésimo tercero.
