
El 14 de abril publicábamos en esta misma web que doce personas de Ucrania habían llegado a nuestra comunidad de la Casa general el día 4 de abril. Nosotras, como otras muchas personas, instituciones y grupos, respondimos a la llamada urgente que en todos los ámbitos de la sociedad y de la Iglesia italiana se hacía para acoger a la gran cantidad de personas que estaban saliendo de país a causa de la guerra.
En aquel mes de marzo en el que hicimos nuestro discernimiento, vimos claro que podíamos ofrecer nuestra casa para que vivieran en ella seis meses, ya que las obligaciones del Equipo de gobierno general, y el futuro traslado de la Casa general a España, dificultaba que la estancia se prolongase en caso de que fuese necesario.
El conflicto continúa y no parece tener fin, pero corremos el riesgo de acostumbrarnos a hablar de la guerra de Ucrania, o de los refugiados de otros países, o de la infinidad de migrantes. Por eso, compartimos lo que supuso lo vivido en la comunidad de la Casa general durante este tiempo.
Nos parece increíble que hayan pasado ya seis meses, y que aquellas personas que llegaron una fría noche de abril, ya no estén con nosotras. Aunque ahora, no podemos hablar de ellos y ellas sin nombrarlos, Natalia, Serhii, Oleksandr, Maksym, Tamara, Valentyna, Yevhen, Liudmyla, Kostiantyn, Natalia, Veronika y Serhii; y al nombrarlos, recordar sus situaciones, sus características, sus miradas, su tono de voz, alguna anécdota que sucedió o ¡tantos recuerdos!… Durante seis meses han formado parte de nuestro día a día, y aunque la casa favorece que llevásemos ritmos diferentes e independientes, la mayor parte del día, sin embargo, su presencia se fue entrelazando con nuestras vidas y nuestra organización; tuvimos que cambiar horarios, y organizar los fines de semana, hacer nuestro calendario, suspender algunas actividades o los ejercicios del verano, modificar las vacaciones en función de ellos, pedir ayuda a las hermanas de la otra comunidad de Roma…; habíamos ofrecido nuestra casa, pero con la casa, ofrecíamos también nuestro tiempo, y sabíamos que eso, conllevaba algún sacrificio. Gracias a Dios, el personal de la casa también colaboró desde sus funciones, y así, día tras día, fueron pasando seis meses.
Como ya escribimos en su momento, su venida a Roma estuvo organizada por la Comunidad de San Egidio, y durante todo este tiempo, Gabriella Richichi ha sido nuestro enlace y la persona con la que hemos estado permanentemente en contacto. Quizá de esta experiencia, uno de los grandes dones que nos llevamos, es el haber descubierto en la Comunidad de San Egidio, personas que hacen vida el evangelio en lo concreto, que nos enseñan a creer y a confiar en la bondad de las personas, en la providencia de Dios, en la importancia de trabajar en red, en comprometerse hasta el fondo para que la paz que tanto pedimos se haga realidad, en… ¡tanto que aprender y agradecer!
Al principio, cuando llegaron, hablábamos de ellos como si fueran “un grupo”; para nosotras eran “ellos y ellas”, pero fuimos descubriendo que no eran un grupo, que la mayoría no se conocían, y que entre ellos había diferencias de muchos tipos, detrás de cada uno, su historia, su familia, su realidad, su ideología, sus creencias, sus oficios… Lo único que tenían en común era que la guerra los había echado de su país, y que a causa de la enfermedad de siete de ellos, estaban en Italia para ser dializados o para acompañar a los enfermos.
La mayor dificultad de este tiempo ha sido la del idioma. Si bien hemos utilizado constantemente los traductores de los teléfonos móviles, ha sido muy difícil poder compartir, interesarnos por sus familias más allá de preguntas simples, explicarles de nosotras y nuestra vida, conocer la situación de Ucrania, sentarnos tranquilamente a hablar. Sin embargo, y a pesar de no intercambiar muchas palabras, no podemos dudar de que nuestras vidas y sus vidas se han cruzado, y que las miradas, los detalles, las celebraciones de los cumpleaños, nuestra preocupación por su salud, y la suya por nosotras cuando veían que éramos pocas en casa, o que estábamos esperándolos en la noche en la portería, fue convirtiéndose en esa palabra que nos hermana y en silencio teje el cariño.
Liudmyla y Kostiantyn, el matrimonio más mayor que está en la foto de inicio, decidió volver a Ucrania; sí, aquí estaban salvos y a Liudmyla le hacían la diálisis, pero pudo más querer ver a sus hijos, a su nieto, vivir sus últimos años cerca de su gente. Cuando llegaron a Roma aquella noche en el autobús, eran desconocidos; ahora, cuando los despedimos en otro autobús para hacer un largo viaje, eran Liudmyla y Kostiantyn, nuestros mayores ucranianos, los mismos que día tras día veíamos caminar de la mano como dos jóvenes enamorados.
El resto permanece en Roma, pero ahora viven en diferentes lugares, no están todos juntos. Si algo experimentamos cuando se fueron yendo de nuestra casa, fue que estaban muy agradecidos, y que también nos habían cogido cariño, un cariño que brota del agradecimiento.
La casa ha vuelto a estar en silencio; ya no se oye la lavadora continuamente, no olemos su comida o escuchamos esas conversaciones que no comprendemos; es como si la “normalidad” hubiera vuelto a casa, pero sabemos que no es así, porque la “normalidad” para millones de personas es estar lejos de su tierra, sufrir lejos de los que quieren, ver cómo la guerra les arrebata todo. Ahora para nosotras, la normalidad, es vivir el día a día, trabajar, rezar, compartir, intentando no olvidar lo que estos hermanos y hermanas nos han acercado, que la vida a veces es tremendamente dura e injusta, y que depende de cómo nos situemos como humanidad, iremos ayudándonos o destruyendo aún más todo.
Para nosotras también ha sido un continuo aprendizaje, un vivir estando atentas a lo que se necesitaba. Cuando decidimos acogerlos, fue una opción comunitaria, de todas y cada una de las que formamos la comunidad; sabíamos que teníamos que poner lo mejor de nosotras para que todo fuera bien. Hoy, después de este tiempo, creemos que así ha sido, y por ello estamos agradecidas a esta oportunidad que nos ha dado la vida de concretar nuestros deseos de esta forma.
Solo Dios sabe la de veces que cada una los hemos nombrado en nuestra oración personal o comunitaria, y solo Él sabe lo que cada una los recordamos ahora. Tan solo hemos sido un eslabón en la gran cadena solidaria que existe en este país, y aunque sabemos que para ellos ha sido bueno, para nosotras también, no porque todo haya sido fácil, o sencillo, sino porque nos ha ofrecido la oportunidad de amar y entregarnos de forma diferente, de compartir nuestros bienes, de reconocer que gratis lo hemos recibido y gratis hemos querido darlo.
“Ensancha el espacio de tu tienda”, nos decimos a lo largo de este año capitular. Un agrandar que es medio para entrelazar vidas. A nuestro Dios que no sabe de fronteras, ni idiomas, ni diferencias, ni religiones le agradecemos este tiempo, y a Él le pedimos que nos enseñe a seguir estando presentes en sus vidas, por ellos y por nosotras. Es un milagro que nuestras vidas se hayan cruzado, y como los milagros que contemplamos en el evangelio, nos ha hecho escribir estas letras y contarlo con corazón agradecido. Y mientras lo hacemos, el frío va entrando en Roma, ¿pero, qué es este frío comparado con el que sufren ya tantas personas en Ucrania?